martes, 6 de marzo de 2012

Textos para dictado

Se despertó cuando atardecía el uno de enero de mil novecientos ochenta y cuatro. Estaba desnudo, sobre la cama, destapado, tenía frío, pero sentía íntimo regocijo por no haber casi vivido aquel día. El primero de enero debería estar prohibido, y el dos de enero también. El año debería empezar el veintiuno de marzo.

Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas.

A Esteban le gustaba la leche migada, la lumbre alta, las filas de hormigas y el peinarse de mañanita hacia atrás con el peine muy bien mojado en agua fría. También le encantaba ir con sus padres al pueblo las tardes de domingo y pasear por la plaza donde olía a escabeche en lata y a tela en piezas, a celofanes de caramelos de menta y a galletas de helado al corte, a cerveza, a raciones y a pólvora quemada.

Mi abuela era una viejecita de cara sonrosada y fresca y de pequeña estatura; tenía los ojos claros, el pelo gris y el aire sonriente. Vestía siempre de negro y solía llevar en la cabeza una toca, en invierno de terciopelo, y en verano de encaje. Tenía el cuerpo ágil y trabajaba mucho en la casa.

Así que caminó lentamente por las calles empapadas y ventosas, por encima y en el interior de la perceptible furia de la primavera postergada, viendo golpear en el barro las últimas hojas de los árboles, sintiendo las volteretas, casi visibles, del viento que le tocaba la cara.

Un camión se había parado en la puerta, y una cuadrilla de hombres desconocidos y temibles que olían a sudor andaban sin apuro por las habitaciones, levantando los muebles entre sus brazos desnudos, arrastrando hacia la calle el baúl que contenía los vestidos de su madre, desordenándolo todo, gritándose palabras que él no conocía y que le daban miedo.

Ocupábamos Julia y yo un espacioso cuarto al final de un anchuroso y largo pasillo. Para llegar a nuestro cuarto había que recorrer mucho espacio: cuando, por fin, llegábamos, teníamos la sensación de haber realizado a pie un interminable viaje. En la habitación, alfombrada, con chimenea de mármol blanco, teníamos un cuartito adjunto de baño.

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esa hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias.

Una taza dorada, de fino estilo, una taza de té... Aparece siempre una sola, una impar, de distintos juegos en distintos rincones... Las que más atraen son las que tienen los bordes y el asa de ese dorado antiguo, que resulta inverosímil, tan indeleble, en tazas tan usadas, y que es como el residuo de aquel sol mañanero que presidió los desayunos de su primer dueño...

Video sobre La Celestina

http://www.slideshare.net/Begoruano/la-celestina-3583519