No hacía falta que
me lo jurase;
era verdad.
Aún no había llegado, aunque había
de llegar al poco
rato, jaque como un rey de espadas, flamenco como un faraón.
Se encontró con la puerta guardada por
mi madre.
–¿Está
Pascual?
–¿Para qué le quieres?
–Para nada. Para hablar de
un asunto.
–¿De un asunto?
–
Sí. De un asunto que tenemos
entre los dos.
–
Pasa.
Ahí lo tienes en la cocina.
El Estirao entró
sin descubrirse, silbando una copla.
–¡Hola, Pascual!
–¡Hola, Paco! Descúbrete, que estás en una casa.
El Estirao se descubrió.
–¡Si
tú lo quieres!
Quería aparentar calma
y serenidad,
pero no acababa de conseguirlo; se le notaba
nerviosillo y como azarado.
–¡Hola,
Rosario!
Mi hermana
le sonrió con una sonrisa
cobarde que
me repugnó; el hombre también sonreía, pero
su boca al sonreír parecía como
si hubiese perdido la color.
–¿Sabes a lo que vengo?
–Tú dirás.
–A llevarme a la Rosario.
–Ya me lo fi guraba. Estirao, a la Rosario no te la llevas tú.
–¿Que no me
la llevo?
–No.
–¿
Quién lo habrá de impedir?
–Yo.
–¿Tú?
–Sí, yo. ¿
O es que te parezco
poca cosa?
–No mucha...
Camilo José Cela,
La familia de Pascual Duarte